Despertó
más temprano que de costumbre. El cuerpo entumecido, dolorido. Pasó sus dedos
sobre los labios y notó que ciertamente estaban hinchados, lastimados.
¿Había
dormido mal o ese sueño que parecía tan real la había afectado?
Se
encaminó hacia la ducha, su camisón de satén resbaló suavemente sobre su cuerpo
y cayó a sus pies, dejando al desnudo su cuerpo armonioso y aún joven.
Se
introdujo bajo el agua caliente y una sensación de plenitud la recorrió.
Salió
del trabajo apurada, deseaba pasar a comprar un libro que le habían recomendado
pero que sabía estaba casi agotado. Ya en la librería hurgaba los anaqueles en
busca del preciado tesoro cuando sintió una fuerte punzada en la nuca. Quedó
inmóvil, casi sin aliento. Después de
unos segundos giró la cabeza y se encontró de frente con unos penetrantes ojos
que no dejaban de mirarla. Sus miradas se cruzaron y un relámpago cruzó entre ellos. Mayra se estremeció y viró nuevamente en búsqueda
del libro.
Pero
ya no podía concentrarse, esa mirada la había paralizado, había adormecido sus
sentidos. Nunca había sentido nada igual. Se volvió para encontrarlo, pero ya
no estaba.
Regresó
a la calle como una autómata, no podía dejar de pensar en esos ojos, en esa
sonrisa, en la carnosidad de esa boca que encendía el deseo. Un deseo que en
ella había desaparecido hacía tiempo o tal vez, nunca había existido.
La
noche se había instalado y una luna radiante brillaba con todo su esplendor. El
parque, ya casi dormido a esa hora, dejaba jugar los rayos entre el nuevo follaje de la
incipiente primavera. El césped aún
tenía un colchón de ocres y doradas hojas y los jazmines desplegaban su
penétrate aroma.
Se
distrajo ante el silencio y la noche estrellada y sintió que su cuerpo se
relajaba.
De
pronto, sentado en un banco de esa hermosa plaza, lo vio. En la penumbra sintió
su mirada y esa cautivante sonrisa en su cara.
No
sabía si detener el paso o apresurarse. Él se levantó y salió a su encuentro.
Sin mediar palabras, abrazó su cintura y buscó su boca que se abrió como una
rosa en busca de rocío. Sus cuerpos se apretaron y el beso parecía no tener
final.
Suavemente
y sin dejar el hueco de su boca, Mauricio la condujo bajo un sauce, cuyas ramas que caían hasta el suelo, se asemejaban
a una sutil y volátil cortina.
Ambos
se dejaron caer sobre el colchón de hojas otoñales sin dejar que sus bocas se
separaran.
La
cabeza de ella bullía, sus pensamientos zumbaban como si tuviera un panal de
abejas.
Tenía
sentimientos contradictorios que la envolvían como una crisálida pero el aroma
que emanaba de él la embriagaba, sometía su razón y deseaba que sus brazos no la soltaran para poder seguir
sumergida en ese cálido abrazo.
Mauricio
desprendió con lentitud los botones de su blusa dejando al descubierto una piel
blanca y unos desbordantes senos. Las manos febriles de él comenzaron a
recorrerla, a acariciar cada curva de su cuerpo, un cuerpo que lo volvía loco.
Ella
se abandonó a las caricias de esas manos tibias, fuertes y suaves que la
transportaban a un paraíso que no conocía.
Él
quitó el sostén y sus cuerpos ardientes se fundieron. La luna hizo camino entre
la redondez de sus pechos, se deslizó sobre el vientre agitado y descendió
hasta la humedad que brillaba entre sus muslos.
Los
gemidos entrecortados de Mayra y las palabras
de amor de Mauricio se perdieron entre el ulular del viento.
La
boca de él se llenó del néctar de unos pezones que clamaban caricias y el
interior de ella sintió un torrente caliente que la invadía, provocándole el
espasmo más hermoso de su vida.
La
respiración se fue aquietando, las manos sin dejar de acariciar, perdieron
fuerza, las bocas se despegaron. Solo sus ojos quedaron unidos en una mirada,
en preguntas que no tenían respuesta.
Se
abrazaron en silencio, se besaron tiernamente y entrelazaron sus piernas,
sintieron el contacto suave de sus vientres y la laxitud de esas dos entidades que
se entregaron al amor, con deseo, sin pudor.
La
luna traviesa se escondió mientras cubrían sus cuerpos .Él le arreglaba el
cabello, quitando algunas hojas secas, ella acariciaba su rostro y lo observaba
fijamente, como no queriendo olvidar nada.
—Me
llamo Mayra, dijo sin dejar de mirarlo y
soy casada.
—Soy
Mauricio, no me importa tu estado, yo también soy casado, pero hacía tiempo te
esperaba.
—¿Me
esperabas? ¿Alguna vez nos habíamos visto?
—No,
nunca, pero sabía que existías y que el día que te encontrara serías por
siempre mía.
—¡Qué
locura! No entiendo cómo pude hacer esto. No soy una cualquiera.
—Por
supuesto que no, vos inconscientemente me estabas esperando. El temblor de tus
labios no delataba temor sino deseo. Tu
orgasmo me hizo sentir que me necesitabas, que hacía tiempo no gozabas de esta
manera.
—Sí,
es cierto, dijo Mayra ruborizándose. Pero me siento aturdida. Nunca pensé que
me ocurriría algo así.
—Es
tarde y me esperan.
—
A mí también.
—Volveremos
a encontrarnos, soy tan tuyo como vos mía, volveremos y haremos del amor una
eterna epifanía.
Y
sin más palabas se besaron nuevamente. Las manos de él se introdujeron bajo su
blusa y acariciaron sus senos ocasionando en ella un suave gemido.
Tomaron
caminos diferentes, pero la luna los acompañó a ambos.
—Llegás
tarde, le dijo su marido cuando abrió la
puerta. Estaba preocupado. No me gusta que cruces ese parque sola a estas
horas.
—Uy,
¡Qué miedo¡, respondió Mayra con sorna. A ver si me come el lobo.
—Nunca
falta algún depravado.
—O
algún loco de amor, dijo ella sonriendo.
Miró
a su marido a los ojos, como pensaba no podría hacerlo. Pero pudo y no sintió
remordimiento.
Ese
momento, ese sublime acto de amor, sería su mayor secreto y su gran felicidad.
Nunca nadie la había hecho sentir así. Se sintió mujer por primera vez. Se
sintió amada y deseada como nunca lo había sido.
El
agua se desliza por su cara y recorre cada centímetro de su piel. Pasa las
manos por sus pechos, por sus muslos, por su boca.
-¡Qué
sueño maravilloso¡ ¡parecía real!
Y
sonríe mientras su cuerpo experimenta el placer de ese goce inesperado
—¡Ojalá
volviera a soñar así! Nunca me había sentido mejor. ¡ Y era tan lindo!
Al
salir de la ducha se encamina al dormitorio. Se sorprende al ver sobre la
almohada unos pedacitos rotos de hojas ocres y doradas.
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