Meses
programando el Crucero. Pero al fin el día había llegado.
En
pocas horas ella y su marido partirían a
bordo de esa enorme y lujosa ciudad
flotante para disfrutar una semana de lugares exóticos, de buena comida, de
escuchar música y de disfrutar la brisa marina desde el cómodo balcón del
camarote.
—¿Cómo
me veo?— le preguntó Silvana a su esposo, terminando de arreglarse para la
primera cena a bordo.
—Él
no era muy expresivo, pero la miró de arriba abajo y comentó:
— Ese vestido blanco y negro te hace más delgada.
— Ah, bueno, contestó ella, ¡con eso me
querés decir que estoy gorda!
—Gorda no, rellenita. Vamos, apurate que
es la hora
Salieron al pasillo alfombrado con tonos
caribeños y abordaron el lustroso, casi espejado ascensor hasta el salón
comedor.
El mozo, de una increíble simpatía, les
comentó que estarían sentados con otras personas de habla hispana, lo que produjo
un suspiro de alivio en Silvana.
—No
hay nada más horrible que una cena compartida donde no se pueda hablar el mismo
idioma, había comentado Silvana minutos antes
Se sentaron y se presentaron a los que
allí estaban, un matrimonio español y otro mexicano. Faltaban dos personas más.
Mientras miraban el menú, ella vio por el
rabillo del ojo a un hombre que caminaba de una forma especial, de una forma
como nadie, un caminar que ella nunca había olvidado.
El corazón le dio un vuelco, levantó la
vista y sus ojos se encontraron.
Primero estupor, incredulidad, después
asombro y nerviosismo. Con torpeza
indisimulada, él corrió la silla para que su acompañante se entra, se
presentaron, Sr… y mi esposa….
Silvina parecía un flan, temblaba sin poder detener ese movimiento. Le
temblaban los labios y las manos eran incapaces de sostener la copa.
Cruzaron unas miradas de interrogación y a
medida que todos conversaban, el clima dejó de ser tan tenso.
Al finalizar la cena, todos se despidieron
y marcharon a diferentes lugares: al camarote, a escuchar música, a tomar un
trago.
Silvana se encaminó al Salón de fumadores
y prendió un Marlboro, aún con manos temblorosas.
Levantó la vista y allí, mirando los
anaqueles de una bella biblioteca, lo vio, fumando un cigarrillo.
Él se volvió al escuchar los pasos. A distancia
prudencial se sonrieron.
—No puedo creer que esto sea cierto.
—Es imposible, después de tantos años.
Nunca nos vimos en nuestro país y venimos a encontrarnos aquí.
—No salgo de mi asombro. ¿Cómo estás? ¿qué
ha sido de tu vida?
—Bien, pero ¡cuántas cosas hay para
preguntar, cuántas cosas para contar! Y asi era imposible.
—¿Te puedo decir algo?
--Claro, decime…
Estás hermosa, bellísima, ese vestido te
queda maravilloso.
Ella se ruborizó y sintió aquella punzada
que muchos años antes había sentido cuando él la besó.
Gracias, —dijo, mirándolo a los ojos y
sintiendo una llamarada dentro de su cuerpo.
A pesar de todo, nunca te olvidé. En todos
estos años me preguntaba qué habría sido de vos, siempre te recordé— agregó él
con voz entrecortada.
—¿Cómo podemos hacer para poder
conversar largo rato tranquilos? Es algo
así como imposible no?
—Mirá dijo ella, mañana la excursión sale
a las 8, nosotros tenemos ya todo pago, ¿ustedes también?
—Sí, claro.
Bueno, podemos fingir una descompostura y
quedarnos a bordo. Insistir a nuestras parejas que vayan y entonces tenemos
unas cinco horas para poder contarnos muchas cosas de la vida.
—Intentémoslo dijo él, pero lo veo
difícil.
Se despidieron con una mirada que no
necesitaba palabras. Mientras se encaminaba al camarote, Silvana sentía el
corazón en la garganta. ¿Sería capaz de fingir una descompostura para
encontrarse con un antiguo amor? No, no lo creía posible.
Entró y su esposo ya dormía. Pensó en las
palabras gorda, rellenita, hermosa, bella. Todo se mezclaba en su cabeza.
No durmió, el sol naciente sobre el azul
horizonte que trazaba el mar, la encontró inmersa en recuerdos, en nostalgias.
Su marido la insitó a levantarse.
—No me siento bien, creo que lo mejor será
quedarme.
—¿Qué te pasa? Algo de la comida te cayó
mal.
—¿No se te pasará con un digestivo?
—No, no creo, tengo mucho sueño, será
mejor quedarme. Pero vos andá tranquilo.
—Ni hablar, me quedo
—No, por favor, no me hagas sentir peor,
me viene bien estar sola y dormir varias horas, sin duda después me sentiré
mejor.
Después de una breve discusión, Roberto decidió
partir.
Al cabo de una media hora, unos golpecitos
en la puerta le indicaron que él también se había quedado.
Abrió y allí estaba, con esa sonrisa de
niño, de ese niño que tanto había amado. Entró y su boca buscó la de ella con
vehemencia, con apuro, con deseo.
Ella se sorprendió primero, pero se
entregó a ese beso, beso que una vez había quedado suspendido en el tiempo.
Las
caricias se tornaron desesperadas, los besos casi salvajes.
La ropa resbaló por sus cuerpos y ambos se
miraron pensando que la vida les daba la oportunidad de vivir lo que alguna vez
por juventud y por prejuicios, no habían vivido.
Se arrojaron sobre la mullida alfombra y
las piernas se anudaron con desesperación, mientras las bocas recorrían esos
cuerpos que habían perdido lozanía pero no la pasión que algún día se encendió
en sus vidas.
Las manos de él acariciaron las curvas de
sus senos, sus dedos dibujaron soles sobre las rosadas areolas y ella curvó su
espalda buscando más y más ese cuerpo deseado.
La gigantesca nave se balanceaba al
unísono de sus cuerpos. Las olas
humedecían con gotas de salado rocío las ventanas del balcón, como sus
boca recorrían cada rincón, cada centímetro de esa piel tantas veces soñada.
Los rayos de sol iluminaban la estancia y
doraban aún más esos cuerpos ávidos de
pasión y de goce.
El oleaje se tornó bravío, como salvaje la
culminación de ese acto prohibido.
Enlazaron sus brazos y las piernas se
anudaron a sus cuerpos, gimieron y rodaron por la azulada alfombra, lloraron de
pasión, de deseo, se llenaron de esa lujuria no esperada pero por siempre
deseada.
Y entonces, la suavidad de sus manos
volvió a acariciar ese cuerpo laxo, la humedad de esos labios a deslizarse
desde sus cabellos hasta ese vientre que aun palpitaba de amor y de deseo.
Se besaron, con furia y con pasión y se
abandonaron a la quietud arrullados por las olas y envueltos en ese aire marino
que nunca más desaparecería de sus narinas.
Se miraron, con dulzura, se abrazaron y
lloraron. Era la primera vez, pero sabían que seguramente, no habría otra.
Tenían sus vidas, no podían dejarlas, no
podían ni debían abandonar lo que habían construido, no podían olvidar sus
compromisos.
Se vistieron en silencio, el sol alumbró
sus cabellos y los envolvió en un halo dorado, tal vez uniendo para siempre ese momento idílico.
Se tomaron de la mano y sin palabras se
despidieron.
Silvana se recostó mientras el sol se
ocultaba y las primeras sombras
comenzaban a invadir la habitación y también su alma.
La puerta se abrió.
— Hola!! Estás mejor? No te imaginas lo que
te perdiste, fue una de las mejores excursiones. Saqué muchas fotos, así podés
verlo.
— Qué suerte que fuiste, yo dormí toda la
tarde.
— Sí, te veo relajada y de buen color. Nos
bañamos y tomamos algo en el balcón, ¿querés?
— Sí, por supuesto.
— La noche los envolvió, la luna dibujaba un
sendero plateado sobre las calmas aguas cuando se dirigieron a cenar.
— Estás muy linda, le dijo su marido,
pareces otra, te sentó bien el dormir una buena siesta.
— Silvana sonrió, con una mezcla de
vergüenza y tristeza.
— Se sentaron y compartieron la
conversación, los chistes y las risas
con los compañeros de mesa. Una pareja faltó esa noche a la cena.
— Al día siguiente, Silvana caminaba como
entre nubes por la cubierta del navío, buscaba entre los cientos de pasajeros,
aquel rostro tan amado. De pronto lo vio, en otra cubierta más arriba, También
él buscaba a alguien, pero no se cruzaron.
Al
bajar en el puerto, la multitud se agolpaba, pero a lo lejos lo vio detenerse y
girar la cabeza.
Sus
ojos se encontraron en la lejanía, pero sintieron la calidez de esas miradas.
Lentamente
se dio vuelta y se perdió entre la multitud.
Ella
sabía que para siempre.
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