miércoles, 7 de noviembre de 2018

SOLO UNA VEZ



Meses programando el Crucero. Pero al fin el día había llegado.
En pocas horas  ella y su marido partirían a bordo de esa enorme y lujosa  ciudad flotante para disfrutar una semana de lugares exóticos, de buena comida, de escuchar música y de disfrutar la brisa marina desde el cómodo balcón del camarote.
—¿Cómo me veo?— le preguntó Silvana a su esposo, terminando de arreglarse para la primera cena a bordo.
—Él no era muy expresivo, pero la miró de arriba abajo y comentó:
 Ese vestido blanco y negro te hace más delgada.
  Ah, bueno, contestó ella, ¡con eso me querés decir que estoy gorda!
—Gorda no, rellenita. Vamos, apurate que es la hora
Salieron al pasillo alfombrado con tonos caribeños y abordaron el lustroso, casi espejado ascensor hasta el salón comedor.
El mozo, de una increíble simpatía, les comentó que estarían sentados con otras personas de habla hispana, lo que produjo un suspiro de alivio en Silvana.
—No hay nada más horrible que una cena compartida donde no se pueda hablar el mismo idioma, había comentado Silvana minutos antes
Se sentaron y se presentaron a los que allí estaban, un matrimonio español y otro mexicano. Faltaban dos personas más.
Mientras miraban el menú, ella vio por el rabillo del ojo a un hombre que caminaba de una forma especial, de una forma como nadie, un caminar que ella nunca había olvidado.
El corazón le dio un vuelco, levantó la vista y sus ojos se encontraron.
Primero estupor, incredulidad, después asombro y nerviosismo.  Con torpeza indisimulada, él corrió la silla para que su acompañante se entra, se presentaron, Sr… y  mi esposa….
Silvina parecía un flan, temblaba  sin poder detener ese movimiento. Le temblaban los labios y las manos eran incapaces de sostener la copa.
Cruzaron unas miradas de interrogación y a medida que todos conversaban, el clima dejó de ser tan tenso.
Al finalizar la cena, todos se despidieron y marcharon a diferentes lugares: al camarote, a escuchar música, a tomar un trago.
Silvana se encaminó al Salón de fumadores y prendió un Marlboro, aún con manos temblorosas.
Levantó la vista y allí, mirando los anaqueles de una bella biblioteca, lo vio, fumando un cigarrillo.
Él se volvió al escuchar los pasos. A distancia prudencial se sonrieron.
—No puedo creer que esto sea cierto.
—Es imposible, después de tantos años. Nunca nos vimos en nuestro país y venimos a encontrarnos aquí.
—No salgo de mi asombro. ¿Cómo estás? ¿qué ha sido de tu vida?
—Bien, pero ¡cuántas cosas hay para preguntar, cuántas cosas para contar! Y asi era imposible.
—¿Te puedo decir algo?
--Claro, decime…
Estás hermosa, bellísima, ese vestido te queda maravilloso.
Ella se ruborizó y sintió aquella punzada que muchos años antes había sentido cuando él la besó.
Gracias, —dijo, mirándolo a los ojos y sintiendo una llamarada dentro de su cuerpo.
A pesar de todo, nunca te olvidé. En todos estos años me preguntaba qué habría sido de vos, siempre te recordé— agregó él con voz entrecortada.
—¿Cómo podemos hacer para poder conversar  largo rato tranquilos? Es algo así como imposible no?
—Mirá dijo ella, mañana la excursión sale a las 8, nosotros tenemos ya todo pago, ¿ustedes también?
—Sí, claro.
Bueno, podemos fingir una descompostura y quedarnos a bordo. Insistir a nuestras parejas que vayan y entonces tenemos unas cinco horas para poder contarnos muchas cosas de la vida.
—Intentémoslo dijo él, pero lo veo difícil.
Se despidieron con una mirada que no necesitaba palabras. Mientras se encaminaba al camarote, Silvana sentía el corazón en la garganta. ¿Sería capaz de fingir una descompostura para encontrarse con un antiguo amor? No, no lo creía posible.
Entró y su esposo ya dormía. Pensó en las palabras gorda, rellenita, hermosa, bella. Todo se mezclaba en su cabeza.
No durmió, el sol naciente sobre el azul horizonte que trazaba el mar, la encontró inmersa en recuerdos, en nostalgias.
Su marido la insitó a levantarse.
—No me siento bien, creo que lo mejor será quedarme.
—¿Qué te pasa? Algo de la comida te cayó mal.
—¿No se te pasará con un digestivo?
—No, no creo, tengo mucho sueño, será mejor quedarme. Pero vos andá tranquilo.
—Ni hablar, me quedo
—No, por favor, no me hagas sentir peor, me viene bien estar sola y dormir varias horas, sin duda después me sentiré mejor.
Después de una breve discusión, Roberto decidió partir.
Al cabo de una media hora, unos golpecitos en la puerta le indicaron que él también se había quedado.
Abrió y allí estaba, con esa sonrisa de niño, de ese niño que tanto había amado. Entró y su boca buscó la de ella con vehemencia, con apuro, con deseo.
Ella se sorprendió primero, pero se entregó a ese beso, beso que una vez había quedado suspendido en el tiempo.
 Las caricias se tornaron desesperadas, los besos casi salvajes.
La ropa resbaló por sus cuerpos y ambos se miraron pensando que la vida les daba la oportunidad de vivir lo que alguna vez por juventud y por prejuicios, no habían vivido.
Se arrojaron sobre la mullida alfombra y las piernas se anudaron con desesperación, mientras las bocas recorrían esos cuerpos que habían perdido lozanía pero no la pasión que algún día se encendió en sus vidas.
Las manos de él acariciaron las curvas de sus senos, sus dedos dibujaron soles sobre las rosadas areolas y ella curvó su espalda buscando más y más ese cuerpo deseado.
La gigantesca nave se balanceaba al unísono de sus cuerpos. Las olas  humedecían con gotas de salado rocío las ventanas del balcón, como sus boca recorrían cada rincón, cada centímetro de esa piel tantas veces soñada.
Los rayos de sol iluminaban la estancia y doraban  aún más esos cuerpos ávidos de pasión y de goce.
El oleaje se tornó bravío, como salvaje la culminación de ese acto prohibido.
Enlazaron sus brazos y las piernas se anudaron a sus cuerpos, gimieron y rodaron por la azulada alfombra, lloraron de pasión, de deseo, se llenaron de esa lujuria no esperada pero por siempre deseada.
Y entonces, la suavidad de sus manos volvió a acariciar ese cuerpo laxo, la humedad de esos labios a deslizarse desde sus cabellos hasta ese vientre que aun palpitaba de amor y de deseo.
Se besaron, con furia y con pasión y se abandonaron a la quietud arrullados por las olas y envueltos en ese aire marino que nunca más desaparecería de sus narinas.
Se miraron, con dulzura, se abrazaron y lloraron. Era la primera vez, pero sabían que seguramente, no habría otra.
Tenían sus vidas, no podían dejarlas, no podían ni debían abandonar lo que habían construido, no podían olvidar sus compromisos.
Se vistieron en silencio, el sol alumbró sus cabellos y los envolvió en un halo dorado, tal vez uniendo para siempre  ese momento idílico.
Se tomaron de la mano y sin palabras se despidieron.
Silvana se recostó mientras el sol se ocultaba  y las primeras sombras comenzaban a invadir la habitación y también su alma.
La puerta se abrió.
 Hola!! Estás mejor? No te imaginas lo que te perdiste, fue una de las mejores excursiones. Saqué muchas fotos, así podés verlo.
    Qué suerte que fuiste, yo dormí toda la tarde.
   Sí, te veo relajada y de buen color. Nos bañamos y tomamos algo en el balcón, ¿querés?
  Sí, por supuesto.
 La noche los envolvió, la luna dibujaba un sendero plateado sobre las calmas aguas cuando se dirigieron a cenar.
   Estás muy linda, le dijo su marido, pareces otra, te sentó bien el dormir una buena siesta.
   Silvana sonrió, con una mezcla de vergüenza y tristeza.
 Se sentaron y compartieron la conversación, los chistes y las risas con los compañeros de mesa. Una pareja faltó esa noche a la cena.
 Al día siguiente, Silvana caminaba como entre nubes por la cubierta del navío, buscaba entre los cientos de pasajeros, aquel rostro tan amado. De pronto lo vio, en otra cubierta más arriba, También él buscaba a alguien, pero no se cruzaron.
Al bajar en el puerto, la multitud se agolpaba, pero a lo lejos lo vio detenerse y girar la cabeza.
Sus ojos se encontraron en la lejanía, pero sintieron la calidez de esas miradas.
Lentamente se dio vuelta y se perdió entre la multitud.
Ella sabía que para siempre.





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