Lo vio llegar atravesando la densa niebla que cubría ese paraje del
Tigre, niebla que asemejaba mil volutas de cigarrillos en un tórrido bar. Su
silueta comenzó a dibujarse nítida y ella sintió esa punzada de dulce dolor que
le producía el secreto encuentro.
Se arrebulló en la hamaca haciendo lugar, extendió sus brazos y entre el
rocío que la aurora tornaba iridiscente,
acarició su amado rostro y depositó un
beso en esa boca que sabía a miel. Era él, el de siempre, el amor de su
vida, su romántico osito de peluche.
Juntos se abandonaron al placer del amor, a gozar del silencio, a
aprovechar esos instantes tan efímeros que la vida les estaba permitiendo.
Cobijados bajo una manta, abrazados en la soledad de aquel lugar y sin
separar sus húmedas bocas los venció el sueño.
El sol comenzó a despuntar sobre las mansas aguas de aquel río, ella
estiró su brazo sobre la hamaca y allí estaba aquel tierno osito de peluche que
alguna vez alguien le regaló. Sonrió tristemente al pensar en ese sueño, en ese
amor que la vida había convertido en inmarcesible, en ese amor que una vez
quedó para siempre suspendido en el tiempo.
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