domingo, 19 de enero de 2020

DOS MUJERES... VALEROSAS INMIGRANTES



LIBRO DE MUJERES INMIGRANTES


 Otro de mis relatos que fue seleccionado para integrar el próximo libro que se editará para la feria del Libro 2020.



1898 – ULEILA DEL CAMPO – ALMERÍA

En el seno de una familia de agricultores, exportadores de uva, nacía Dolores María Mijoler Rubio, en un cortijo de Uleila.
          Dolores, Lola para su familia, quedó huérfana de padre a muy corta edad. La coz de un caballo terminó con la vida de Don Ismael a los 33 años, cuando cumplía con la Milicia, que en Caballería, eran cinco años.
La madre de Dolores, mi bisabuela, Águeda María, fue la primera mujer inmigrante de mi familia. A la edad de 30 años quedó viuda. Sola en el cortijo, con dos niños pequeños. La vida se hacía dura, no veía porvenir para sus hijos.
Escuchaba hablar de América y su joven mente comenzó a vislumbrar un horizonte más claro.
Era una mujer fuerte, valerosa, decidida. Vendió parte del Cortijo y decidió comenzar una nueva vida, lejos de la pobreza que se avizoraba, de las guerras y del estigma de mujer sola de aquella época.
Dejando a sus hijos al cuidado de una tía, se embarcó en el buque Infanta Isabel con un bagaje lleno de ilusiones.
Llegó al Puerto de Buenos Aires y por un tiempo se hospedó en casa de familias que habían llegado con anterioridad. Todos se ayudaban. Todos tendían una mano a aquellos que venían en pos de un futuro mejor.
Consiguió trabajo como pantalonera y con su magro sueldo, alquiló la bohardilla del dueño y el resto lo ahorraba para poder traer a sus hijos.
Con mucho sacrificio, la espalda encorvada y los ojos turbios de coser a la luz de las velas, logró, luego de un par de años, traerlos.
Así fue como mi abuela Dolores, se convirtió en la segunda mujer inmigrante. Toda una odisea, cruzar el Atlántico, todo un desafío.
Felipe y Lola, con 12 y 10 años respectivamente, se pusieron a trabajar. Mi abuela ayudaba a su madre a hacer dobladillos, a pasar la plancha y también a realizar algunas tareas domésticas.
Dejó la escuela, pues era imposible sin su ayuda sustentarse.
Trabajaban los tres duramente y lograron no pasar necesidades. Lujos nunca, pero sí, la riqueza en el alma, de estar unidos.
Era la época en que comenzaban a llegar los inmigrantes. Todos los “paisanos” se agrupaban en distintas asociaciones, colectividades, para ayudarse, para mantener las tradiciones. Mi bisabuela, junto con mi abuela colaboraban activamente con el Club Español. Los fines de semana cocinaban comidas típicas, repostería, que se servía y/o vendía en el Centro, y esos fondos servían para ir organizando y ampliando las instalaciones..
Allí llegó otro inmigrante, mi abuelo, Manuel Calatrava Montoya. Hombre carismático, cantaor de flamenco, instruído y hábil para los negocios. Descendía de una familia de comerciantes de Nijar.
En El Club Español se conocieron Manuel y Dolores, mis abuelos maternos. Tiempo después se casaron.
Mi abuelo decidió emigrar a parajes desiertos, a conquistar la gélida Patagonia, a radicarse en Comodoro Rivadavia, donde lo único que había eran tierras estériles, y vientos helados.
En 1907 llegó el petróleo. Ese oro negro que cautivó a centenares en el mundo entero y que, corridos por la hambruna y las dictaduras, decidieron embarcarse, muchos en un viaje sin retorno, con un único equipaje: lograr el sueño de forjarse una vida digna.
Comodoro albergaba cientos de hombres, rudos y solitarios que esperaban ocupar sus horas en el trabajo y llenar sus manos de monedas para un venturoso futuro.
Ante tantas personas necesitadas, mi abuelo construyó una Gamela (especie de comedor–confitería) y allí daba de comer a esos inmigrantes, sin cobrarles nada hasta que consiguieran trabajo.
Mi abuela Dolores, trabajaba a la par de él.
Controlaba la cocina, la higiene de los comedores y sanitarios, la pulcritud de los manteles. Ella decía, que bastante tristeza llevan en el corazón los inmigrantes y que era necesario darles un lugar donde se sintieran cómodos, pero sobre todo bienvenidos.
Ella conocía esa tristeza, ese desarraigo. Ella conocía el desgarro de dejar todo, de aventurarse a un mundo desconocido, de comenzar de nuevo.
Supervisaba que las comidas fueran calóricas, pues esos hombres trabajaban duro, en condiciones climáticas desfavorables.
Como había inmigrantes de diferentes lugares del mundo, polacos, checos, alemanes, ucranianos, mi abuela se encargaba de comprar o encargar discos con canciones populares de distintos países. Así, a la hora de la cena, cuando la soledad atenaza y los recuerdos hacen sangrar el corazón, ellos escuchaban canciones de sus lugares de origen.
Mi abuela solo había terminado tercer grado, en España. Pero leía y escribía muy bien.
Muchos de esos inmigrantes eran analfabetos, y ninguno conocía el idioma. Entonces ella, los sábados y domingos, reunía en una parte del salon comedor a esos hombres, vestidos con humildad, pero con ropa domingera y con mucha paciencia les enseñaba lo básco del idioma, como así también operaciones matemáticas.
Muchos de esos rudos hombres, dejaban correr lágrimas por sus agrietados rostros, al comprobar que podían leer un diario o hacer una suma al realizar una compra.
Mientras tanto, mi bisabuela, remendaba pantalones, daba vuelta cuellos de camisas, zurcía medias, de aquellos hombres solos, y lo hacía con amor, porque ella también era una inmigrante que había padecido la soledad.
Mi abuela, junto a su esposo, trabajaron mucho para consolidar la Sociedad Española en Comodoro Rivadavia.
 Eran activos participantes elaborando comidas, que muchas veces mi abuela, junto a su madre, preparaban y llevaban en enormes ollas.
 También festivales, kermeses y todo lo que pudiera engrandecer esa Sociedad, donde se comenzaron a realizar bailes, exposiciones y a proclamar y hacer conocer la cultura española.
También participó activamente en el mejoramiento del Sanatorio Español. Una vez a la semana, realizaba colectas, visitaba enfermos y les llevaba exquisitos buñuelos de manzana y polvorones. Nunca he probado algo tan rico como lo que ella hacía.
Las noches de invierno, con un brasero bajo la mesa, ella y mi bisabuela, tejían a bolillo. Carpetas increíbles, puntillas, que luego servían para la casa, pero la mayoría las donaban a la Escuela, para que realizaran rifas que ayudaran a la magra Cooperadora. A esa Escuela donde concurría su hija mi madre María Dolores, Mariquita, como todos la han conocido.
La querida Escuela N°.50, única en aquel barrio, establecimiento que se destacó por la excelencia de su instrucción. Allí concurrimos mis hermanos y yo.
Allí bajo la atenta supervisión de sus Directores y Maestros, estudiamos todos los hijos y nietos de inmigrantes que llegaron a ese desolado lugar. Todos unidos bajo la enseña celeste y blanca, todos con el mismo guardapolvo blanco, sin distinción.
Muchos años han pasado, ya no queda nadie de aquella generación de inmigrantes españoles, polacos, portugueses, rusos, a los que mis abuelos dieron albergue, alimento y lo más importante tal vez, compañía en esa triste soledad, donde la tierra y la familia se desdibujaban en la helada niebla.

Abuela, seguiste el ejemplo de tu madre, te convertiste en fuerte mujer inmigrante, dejaste tu patria, tu gente, tu pueblo y amaste este país con toda tu alma, dejaste tu huella, tu gratitud, tu esperanza en esta Argentina que a veces se levanta luminosa y brillante como el sol naciente y otras se desangra como el sol naranja-fuego del poniente.
Dos países, dos banderas que fueron tu vida, hoy se entrelazan, hermanadas, y forman parte de mi identidad.
 



























































































































































































































































































































































































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