“A menudo encontramos nuestro destino por caminos que tomamos
para esquivarlo”
JEAN DE LA FONTAINE
(1621-1695)
San
Petersburgo, vísperas de Noche Buena 1995.-
La ruta A 145 es muy poco transitada desde que la utopista
unió los pueblos cercanos.
A esa hora, en la
carretera desierta, solo se observa un auto detenido en la banquina, con las
luces encendidas y el monótono toc-toc del limpiaparabrisas que, como un
abanico, desliza los copos de nieve.
Amanece, el sol
apenas tibio, se asoma entre los cúmulos esponjosos que ya
arrojaron su nívea
carga sobre la cinta asfáltica y sobre los campos.
La primera nevada
ha pasado.
Opochka,
verano de 1995.-
Andrei conduce su flamante automóvil por la ancha autopista.
Está ansioso por llegar a su casa, donde Natasha lo espera con su abultado
vientre de luna nueva.
Su hijita nacerá
en pocos días y se llamará Ludmila. Sonríe al pensar en ese ser tibio y pequeño
por el que ya siente un amor indescriptible.
Acelera para
acortar kilómetros, pero al pensar en su familia, levanta el pie del acelerador
y decide parar en la próxima gasolinera a descansar. Trabaja para una agencia de seguros y todos
los meses tiene que recorrer los trescientos sesenta y seis kilómetros que
separan San Petersburgo de Opochka para
cumplir con sus tareas de vendedor y cobrador.
De paso,
aprovecha para realizar el examen médico, ya que su corazón tiene algunos
problemas.
Este mes lo
encontraron muy bien, estable y hasta con mejores reacciones a los estímulos.
Se siente exultante ya que desea estar en perfectas condiciones para esperar la
llegada de la pequeña Ludmila.
Estaciona en el
parador y baja contorsionando su largo y
fibroso cuerpo para
desentumecerlo de las horas pasadas frente al volante. Mientras se dirige a una pequeña confitería
piensa en ese emprendimiento, que de producirse, le cambiará la vida. Pronto
serán una familia, necesitan una casa más grande y los gastos se
multiplicarán. Si consigue montar su
pequeña empresa de venta de artículos para artes marciales, más el trabajo en la aseguradora, se sentirá
tranquilo y satisfecho. Pero aún no ha podido cerrar trato ni con China, ni con
Japón y menos con Taiwán.
Se sienta frente
a la barra, con un refresco entre sus manos cuando el ring del celular lo saca
de su ensimismamiento.
—Hola —contesta.
—Amigo, ¿ya estás
de regreso? —se escucha del otro lado de la línea.
—No, aún debo
manejar varios kilómetros más, ¿qué pasa?
—No puedo esperar
a verte, la noticia que te tengo supera todas las expectativas.
—¿En serio? —
pregunta Andrei mientras esboza una sonrisa y una chispa
luminosa aparece en sus ojos. ¿No me digas que salió lo de
la importación?
—Sí — contesta su
amigo— y del lugar que menos lo imaginas: Australia.
—¿Australia?
Nunca lo hubiera pensado…
—¿Contento?—
Bueno, cuando regreses hablamos en detalle. Conduce con
prudencia.
—Sí, claro, lo
haré.
Andrei apura su
bebida y con indisimulada alegría sale de la confitería, moviendo los brazos
como aspas de molino y agitando sus pies para estirarlos. Al dirigirse a su
auto ve un carromato viejo, con un pizarrón colgando, donde se lee con
esfuerzo, ya que la escritura está borroneada, tiene tiempo de haber sido
escrita y varias lluvias y nieves lo han descolorido, haciéndolo casi ilegible.
“Будущее в ваших руках. Не
позволяйте ему пройти. Иаков показывает все
ваши вопросы”
“El
futuro está en tus manos, no lo dejes pasar. Jacob devela todas tus preguntas”
Andrei mira al
hombre sentado allí, casi tan viejo como su carromato.
—No creo en esas
cosas viejo, son puro cuento.
—No es así
jovencito, para Jacob el futuro no es misterio. ¿Quieres probar?
—No gracias,
estas cosas son cuentos chinos.
—Prueba y verás,
te cobraré la mitad, solo diez rublos.
A Andrei le
parece divertido, será algo para contar y reírse esa noche con
Natasha.
Entran a la
casilla rodante y se sientan frente a frente, separados por una pequeña mesa.
Jacob lo toma de las manos y sus profundos ojos azules se clavan en la
picaresca y burlona mirada de Andrei.
—Y bien amigo,
¿qué quieres saber?
—Cualquier cosa,
lo que me depara la vida.
El viejo cerró
los ojos y al momento sonrió.
—La vida te dará
una hermosa niña que nacerá el 8 de octubre y se llamará Ludmila, además,
acabas de cerrar un importante negocio, nada menos que con Australia.
A Andrei se le
borró la socarrona sonrisa, separó bruscamente sus manos de las del viejo y le
espetó de mal modo:
—¿Cómo sabes esas
cosas? Ni yo sé cuándo nacerá mi hija y lo de Australia… sin duda escuchaste mi conversación.
—Para nada
jovencito, Jacob todo lo sabe, te dije que soy vidente y no un charlatán. De
generación en generación hemos adquirido ese don y me gusta sorprender a las
personas.
El joven deja de
lado su ira y comienza a interesarse con la conversación del vidente.
—Cuéntame qué más
ves viejo, dime cómo serán mis siguientes años.
—Eso tiene otro
precio— contesta maliciosamente Jacob.
—Aquí tienes, es
más de lo que ganas en un mes con tus adivinaciones — le dice Andrei mientras arroja sobre la mesa
varios billetes de diez rublos.
Jacob se sienta,
toma nuevamente las manos del ansioso muchacho y por unos instantes permanece
inmóvil y en silencio.
De pronto, sus
ojos se abren desmesuradamente y su cuerpo es presa de fuertes convulsiones.
Suelta las manos de Andrei y cae pesadamente al suelo.
—¿Qué ocurre
viejo? ¿Te haces el desmayado para no decir nada y quedarte con mi dinero?
—Vete, vete,
susurra el anciano tratando de ponerse de pie.
—¿Así es como
robas a tus clientes, anciano chiflado, adivino mentiroso?
—Toma tu dinero y
vete rápido —dice Jacob con un hilo de voz.
Andrei toma los
billetes y dando un empujón al aturdido hombre, se dirige a su auto con
fastidio, tomando nuevamente la carretera que poco después lo dejará en su
hogar.
Natasha lo espera
con una sabrosa y aromática cena, buen
vino y románticas velas para celebrar la ocasión. El negocio se había
concretado y debían brindar por el éxito del mismo. En la sobremesa Andrei le
cuenta su encuentro con el adivino y ambos ríen de la ocurrencia y de cómo
engañan a las personas con comentarios casuales o escuchados de antemano.
Los días pasan
raudamente y un 8 de octubre nace la pequeña Ludmila. Andrei está tan
emocionado que toma con su teléfono la primera foto y el primer llanto de su
primogénita.
Una vez que la
emoción pasa, recuerda que Jacob le había dado la fecha precisa del nacimiento.
—¡Qué casualidad!
—piensa, y recuerda también las convulsiones y el cambio de actitud del
anciano. Decide volver a visitarlo en su próximo viaje para contarle de su
acierto, y así lo hace. Jacob palidece al verlo y quiere encerrarse en su remolque,
pero Andrei es más ligero y entra junto a él. Amenaza al anciano con sus
fuertes puño, para que le diga qué vio en aquella oportunidad que lo perturbó
hasta el punto de desvanecerse, lo sacude con fuerza hasta que el buen hombre confiesa:
—“Lamento decirte
querido amigo que solo verás nevar una vez más, será la última nevada, la
muerte te espera”.
Andrei lanza una
estridente carcajada, arroja a Jacob contra la pared y lo llena de insultos por
tan patética profesía.
Mientras su
automóvil se dirige a toda velocidad hacia la carretera, Jacob, con los ojos
inundados de lágrimas, dice para sus adentros:
“Извините друг, каким-либо образом вы идете изменить пункт
назначения”
—“Lo siento amigo, ningún camino que tomes
cambiará tu destino”.
Andrei es un
hombre de bien, pero su juventud tiene algunas páginas negras.
Distribuía droga
junto a un amigo en algunos barrios de los suburbios de San
Petersburgo. Una
fatídica noche los detuvieron, él pudo quedar libre pero su amigo fue a la
cárcel por más de diez años. Iván siempre pensó que Andrei lo había delatado y
mientras vivía o sobrevivía en esa inmunda jaula, rumiaba su venganza.
Al salir en
libertad, llamó a su “compinche”,
este juró por lo más sagrado que no lo había “vendido”, pero su otrora amigo no le creyó.
La actitud de Iván
ponía a Andrei de mal humor y le producía mucha intranquilidad. Tenía terribles
pesadillas donde se veía tirado sobre un gran charco de sangre. Despertaba
sudoroso y comenzó a volverse paranoico con esa idea.
Empezó a descuidar su trabajo, su aspecto personal dejaba
bastante que desear, las discusiones con su esposa eran permanentes y también
lo obsesionaba la revelación de Jacob, en la cual pensaba muy a menudo. Lo que
en un principio le pareció un chiste de mal gusto, pasó a ser una obsesión que
lo devoraba y no lo dejaba vivir en paz.
Para terror de
Andrei, el invierno se instaló en la ciudad y una mañana al asomarse a la
ventana, vio como caían pausadamente los copos de nieve, de la primera nevada.
Como loco, cerró todas las cortinas, llamó a su médico, quien lo encontró mejor
que nunca, su ritmo sinusal era óptimo. Respiró aliviado, no moriría de un
infarto.
Entonces recordó
a su amigo, el ex convicto, y se le erizó la piel.
Se paseaba sin
descanso por la oscura habitación, su mente afiebrada alucinaba con la muerte.
Debía sacarse de la cabeza la única posibilidad que tenía de morir, ya que su
salud era inmejorable.
Llamó a su ex
compañero y con voz agitada volvió a repetirle lo de siempre: “yo no he sido, yo no te delaté, yo no
di tu nombre”.
—Ven a decírmelo
de frente, solo mirándote a los ojos podré creerte —le dijo Iván.
—Iré, iré, no
soporto más esta situación, quiero vivir tranquilo, disfrutar la vida cada día,
dormir sin sueños desagradables, ser feliz. Dime dónde podemos encontrarnos.
—En la vieja
estación de tren a las 8 p.m. Trae una botella de vodka para celebrar el
encuentro.
—Allí estaré.
Colgó el
auricular y como un espectro siguió deambulando por la habitación en penumbras.
Al acercarse la hora, miró por una hendija de la ventana y vio que la nevada
había cesado.
—Sigo vivo, viejo—
pensó mientras recordaba las palabras de Jacob.
Como un sonámbulo
se puso su sobretodo y su gorro de piel y salió al frío día que ya terminaba.
Algunos copos aislados, traídos por el viento, adornaron el oscuro abrigo y
anidaron en los suaves pliegues de la
piel de su gorro. No tuvo miedo, era solo nieve levantada por el viento, la tormenta había pasado.
Tomó su auto y se
dirigió como un demente a la estación. Entró por la chirriante puerta y en la
penumbra divisó la silueta de Iván. Se acercó a él con el corazón galopando,
Iván lo tomó por los hombros y lo abrazó fuertemente, mientras incontenibles
sollozos escapaban de su garganta. Un vaho de alcohol y tabaco hizo tambalear a
Andrei. Ambos se sentaron en viejos tambores abandonados, se gritaron, se
acusaron, se abrazaron, se perdonaron.
Cuando Andrei se
disponía a irse, Iván lo tomó del brazo y apretándolo con fuerza le dijo:
—Te contaré una
historia antes de que te vayas. En la cárcel un prisionero, robó el arma del
guardia y colocando su cabeza junto a la de su carcelario, se disparó un tiro
que entró por su sien y salió por la sien del guardia. Fue escalofriante.
Andrei sintió que
se desmayaba, sabía lo que su amigo estaba por hacer.
—“Mi hora ha llegado, al final el viejo
Jacob no es tan mentiroso, no veré otra nevada”, pensó mientras sus piernas se aflojaban
Bruscamente Iván
apoyó su cabeza junto a la de Andrei y disparó. El sonido del tiró repercutió
en el silencio de la noche, haciendo eco entre las derruídas paredes de la
vieja estación.
Ambos cayeron al
suelo y una mancha oscura comenzó a teñir la nieve que se había filtrado por
las hendiduras del techo, como si una mano invisible pintara sobre un
lienzo. Al cabo de
unos minutos, el cuerpo aterido de miedo de Andrei comenzó a moverse y a
desprenderse de ese cuerpo inerte que olía a vodka y que humedecía con su
sangre sus manos y su rostro.
El tiro entró
pero se alojó en el maxilar de Iván. Andrei, presa del pánico, no daba crédito
a lo que veía. Se puso de pie y tocándose de la cabeza a los pies comenzó a
reír con fuertes carcajadas que sonaban a miedo, a histeria, a desesperación.
—¡Estoy vivo,
estoy vivo estúpido Jacob! ¡La vida me sonríe, la muerte ha quedado lejos!
¡Siempre pensé que eras un mentiroso pero reconozco que me hiciste pasar días
de angustia! Iré a verte, pensarás que soy un fantasma, jaja.
Con una gran
sonrisa, caminó tambaleante hacia el herrumbroso portón. Una luna brillante lo
encegueció y la nieve escarchada crujió bajo sus pies. La tormenta había
pasado. La primera nevada ya era historia y él vería muchas más.
Pensó en su dulce
esposa Natasha que pronto se levantaría a hornear la comida de Navidad, en su
pequeña hijita y en ese luminoso árbol que armarían juntos y que en unas horas
brillaría a la luz de los leños encendidos junto a una mesa rodeada de alegría
y felicidad. Encendió el auto, prendió la radio y la calefacción y se encaminó
hacia la calidez de su hogar.
A esa hora la
autopista estaba cerrada, las máquinas barredoras limpiaban la nieve acumulada
para evitar accidentes. Andrei tomó la vieja ruta, mejor—pensó—, a esta hora ni
un alma la transita.
Amanece, una
niebla espesa restringe casi a cero la visibilidad.
El auto en la
banquina aún tiene las luces encendidas, el toc toc del limpiaparabrisas es más
suave y lento, la radio encendida transmite las últimas noticias:
“La primera nevada se ha cobrado su
primera víctima. Un camión perdió el control sobre el pavimento helado y chocó
contra un automovilista que circulaba en sentido contrario, el cual murió en el
acto”
En el bolsillo
del conductor fallecido comienza a sonar un celular con el sonido del llanto de
Ludmila.
A cientos de
kilómetros de distancia, un anciano sale de su carromato a la fría mañana. Un
travieso copo de nieve se adhiere a su mejilla, se funde y se transforma en
lágrima.
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