martes, 27 de noviembre de 2018

DESTINO


“A menudo encontramos nuestro destino por caminos que tomamos para esquivarlo”
JEAN DE LA FONTAINE
(1621-1695)

San Petersburgo, vísperas de Noche Buena 1995.-
La ruta A 145 es muy poco transitada desde que la utopista unió los pueblos cercanos.
    A esa hora, en la carretera desierta, solo se observa un auto detenido en la banquina, con las luces encendidas y el monótono toc-toc del limpiaparabrisas que, como un abanico, desliza los copos de nieve.
     Amanece, el sol apenas tibio, se asoma entre los cúmulos esponjosos que ya
arrojaron  su nívea carga sobre la cinta asfáltica y sobre los campos.
     La primera nevada ha pasado.

Opochka, verano de 1995.-
Andrei conduce su flamante automóvil por la ancha autopista. Está ansioso por llegar a su casa, donde Natasha lo espera con su abultado vientre de luna nueva.
     Su hijita nacerá en pocos días y se llamará Ludmila. Sonríe al pensar en ese ser tibio y pequeño por el que ya siente un amor indescriptible.
     Acelera para acortar kilómetros, pero al pensar en su familia, levanta el pie del acelerador y decide parar en la próxima gasolinera a descansar.  Trabaja para una agencia de seguros y todos los meses tiene que recorrer los trescientos sesenta y seis kilómetros que separan San Petersburgo de Opochka  para cumplir con sus tareas de vendedor y cobrador.
     De paso, aprovecha para realizar el examen médico, ya que su corazón tiene algunos problemas.
     Este mes lo encontraron muy bien, estable y hasta con mejores reacciones a los estímulos. Se siente exultante ya que desea estar en perfectas condiciones para esperar la llegada de la pequeña Ludmila.
     Estaciona en el parador  y baja contorsionando su largo y fibroso cuerpo para
desentumecerlo de las horas pasadas frente al volante.  Mientras se dirige a una pequeña confitería piensa en ese emprendimiento, que de producirse, le cambiará la vida. Pronto serán una familia, necesitan una casa más grande y los gastos se multiplicarán.  Si consigue montar su pequeña empresa de venta de artículos para artes marciales,  más el trabajo en la aseguradora, se sentirá tranquilo y satisfecho. Pero aún no ha podido cerrar trato ni con China, ni con Japón y menos con Taiwán.
     Se sienta frente a la barra, con un refresco entre sus manos cuando el ring del celular lo saca de su ensimismamiento.
     —Hola —contesta.
     —Amigo, ¿ya estás de regreso? —se escucha del otro lado de la línea.
     —No, aún debo manejar varios kilómetros más, ¿qué pasa?
     —No puedo esperar a verte, la noticia que te tengo supera todas las expectativas.
     —¿En serio? — pregunta Andrei mientras esboza una sonrisa y una chispa
luminosa aparece en sus ojos. ¿No me digas que salió lo de la importación?
     —Sí — contesta su amigo— y del lugar que menos lo imaginas: Australia.
     —¿Australia? Nunca lo hubiera pensado…
     —¿Contento?— Bueno, cuando regreses hablamos en detalle. Conduce con
prudencia.
     —Sí, claro, lo haré.
     Andrei apura su bebida y con indisimulada alegría sale de la confitería, moviendo los brazos como aspas de molino y agitando sus pies para estirarlos. Al dirigirse a su auto ve un carromato viejo, con un pizarrón colgando, donde se lee con esfuerzo, ya que la escritura está borroneada, tiene tiempo de haber sido escrita y varias lluvias y nieves lo han descolorido, haciéndolo casi ilegible.
     “Будущее в ваших руках. Не позволяйте ему пройти. Иаков показывает все
ваши вопросы”
     “El futuro está en tus manos, no lo dejes pasar. Jacob devela todas tus preguntas”  
  Andrei mira al hombre sentado allí, casi tan viejo como su carromato.
     —No creo en esas cosas viejo, son puro cuento.
     —No es así jovencito, para Jacob el futuro no es misterio. ¿Quieres probar?
     —No gracias, estas cosas son cuentos chinos.
     —Prueba y verás, te cobraré la mitad, solo diez rublos.
     A Andrei le parece divertido, será algo para contar y reírse esa noche con
Natasha.
     Entran a la casilla rodante y se sientan frente a frente, separados por una pequeña mesa. Jacob lo toma de las manos y sus profundos ojos azules se clavan en la picaresca y burlona mirada de Andrei.
     —Y bien amigo, ¿qué quieres saber?
     —Cualquier cosa, lo que me depara la vida.
     El viejo cerró los ojos y al momento sonrió.
     —La vida te dará una hermosa niña que nacerá el 8 de octubre y se llamará Ludmila, además, acabas de cerrar un importante negocio, nada menos que con Australia.
     A Andrei se le borró la socarrona sonrisa, separó bruscamente sus manos de las del viejo y le espetó de mal modo:
     —¿Cómo sabes esas cosas? Ni yo sé cuándo nacerá mi hija y lo de Australia… sin duda  escuchaste mi conversación.
     —Para nada jovencito, Jacob todo lo sabe, te dije que soy vidente y no un charlatán. De generación en generación hemos adquirido ese don y me gusta sorprender a las personas.
     El joven deja de lado su ira y comienza a interesarse con la conversación del vidente.
     —Cuéntame qué más ves viejo, dime cómo serán mis siguientes años.
     —Eso tiene otro precio— contesta maliciosamente Jacob.
     —Aquí tienes, es más de lo que ganas en un mes con tus adivinaciones —  le dice Andrei mientras arroja sobre la mesa varios billetes de diez rublos.
     Jacob se sienta, toma nuevamente las manos del ansioso muchacho y por unos instantes permanece inmóvil y en silencio.
     De pronto, sus ojos se abren desmesuradamente y su cuerpo es presa de fuertes convulsiones. Suelta las manos de Andrei y cae pesadamente al suelo.
     —¿Qué ocurre viejo? ¿Te haces el desmayado para no decir nada y quedarte con mi dinero?
     —Vete, vete, susurra el anciano tratando de ponerse de pie.
     —¿Así es como robas a tus clientes, anciano chiflado, adivino mentiroso?
     —Toma tu dinero y vete rápido —dice Jacob con un hilo de voz.
     Andrei toma los billetes y dando un empujón al aturdido hombre, se dirige a su auto con fastidio, tomando nuevamente la carretera que poco después lo dejará en su hogar.
     Natasha lo espera con una sabrosa  y aromática cena, buen vino y románticas velas para celebrar la ocasión. El negocio se había concretado y debían brindar por el éxito del mismo. En la sobremesa Andrei le cuenta su encuentro con el adivino y ambos ríen de la ocurrencia y de cómo engañan a las personas con comentarios casuales o escuchados de antemano.
     Los días pasan raudamente y un 8 de octubre nace la pequeña Ludmila. Andrei está tan emocionado que toma con su teléfono la primera foto y el primer llanto de su primogénita.
     Una vez que la emoción pasa, recuerda que Jacob le había dado la fecha precisa del nacimiento.
     —¡Qué casualidad! —piensa, y recuerda también las convulsiones y el cambio de actitud del anciano. Decide volver a visitarlo en su próximo viaje para contarle de su acierto, y así lo hace. Jacob palidece al verlo y quiere encerrarse en su remolque, pero Andrei es más ligero y entra junto a él. Amenaza al anciano con sus fuertes puño, para que le diga qué vio en aquella oportunidad que lo perturbó hasta el punto de desvanecerse, lo sacude con fuerza  hasta que el buen hombre confiesa:
     —“Lamento decirte querido amigo que solo verás nevar una vez más, será la última nevada, la muerte te espera”.
     Andrei lanza una estridente carcajada, arroja a Jacob contra la pared y lo llena de insultos por tan patética profesía.
     Mientras su automóvil se dirige a toda velocidad hacia la carretera, Jacob, con los ojos inundados de lágrimas, dice para sus adentros:
“Извините друг, каким-либо образом вы идете изменить пункт назначения”
     —“Lo siento amigo, ningún camino que tomes cambiará tu destino”.

     Andrei es un hombre de bien, pero su juventud tiene algunas páginas negras.
     Distribuía droga junto a un amigo en algunos barrios de los suburbios de San
 Petersburgo. Una fatídica noche los detuvieron, él pudo quedar libre pero su amigo fue a la cárcel por más de diez años. Iván siempre pensó que Andrei lo había delatado y mientras vivía o sobrevivía en esa inmunda jaula, rumiaba su venganza.
     Al salir en libertad, llamó a su “compinche”, este juró por lo más sagrado que no lo había “vendido”, pero su otrora amigo no le creyó.
 La actitud de Iván ponía a Andrei de mal humor y le producía mucha intranquilidad. Tenía terribles pesadillas donde se veía tirado sobre un gran charco de sangre. Despertaba sudoroso y comenzó a volverse paranoico con esa idea.
Empezó a descuidar su trabajo, su aspecto personal dejaba bastante que desear, las discusiones con su esposa eran permanentes y también lo obsesionaba la revelación de Jacob, en la cual pensaba muy a menudo. Lo que en un principio le pareció un chiste de mal gusto, pasó a ser una obsesión que lo devoraba y no lo dejaba vivir en paz.
   Para terror de Andrei, el invierno se instaló en la ciudad y una mañana al asomarse a la ventana, vio como caían pausadamente los copos de nieve, de la primera nevada. Como loco, cerró todas las cortinas, llamó a su médico, quien lo encontró mejor que nunca, su ritmo sinusal era óptimo. Respiró aliviado, no moriría de un infarto.
     Entonces recordó a su amigo, el ex convicto, y se le erizó la piel.
     Se paseaba sin descanso por la oscura habitación, su mente afiebrada alucinaba con la muerte. Debía sacarse de la cabeza la única posibilidad que tenía de morir, ya que su salud era inmejorable.
     Llamó a su ex compañero y con voz agitada volvió a repetirle lo de siempre: “yo no he sido, yo no te delaté, yo no di  tu nombre”.
     —Ven a decírmelo de frente, solo mirándote a los ojos podré creerte —le dijo Iván.
     —Iré, iré, no soporto más esta situación, quiero vivir tranquilo, disfrutar la vida cada día, dormir sin sueños desagradables, ser feliz. Dime dónde podemos encontrarnos.
     —En la vieja estación de tren a las 8 p.m. Trae una botella de vodka para celebrar el encuentro.
     —Allí estaré.
      Colgó el auricular y como un espectro siguió deambulando por la habitación en penumbras. Al acercarse la hora, miró por una hendija de la ventana y vio que la nevada había cesado.
     —Sigo vivo, viejo— pensó mientras recordaba las palabras de Jacob.
     Como un sonámbulo se puso su sobretodo y su gorro de piel y salió al frío día que ya terminaba. Algunos copos aislados, traídos por el viento, adornaron el oscuro abrigo y anidaron  en los suaves pliegues de la piel de su gorro. No tuvo miedo, era solo nieve levantada  por el viento, la tormenta había pasado.
     Tomó su auto y se dirigió como un demente a la estación. Entró por la chirriante puerta y en la penumbra divisó la silueta de Iván. Se acercó a él con el corazón galopando, Iván lo tomó por los hombros y lo abrazó fuertemente, mientras incontenibles sollozos escapaban de su garganta. Un vaho de alcohol y tabaco hizo tambalear a Andrei. Ambos se sentaron en viejos tambores abandonados, se gritaron, se acusaron, se abrazaron, se perdonaron.
     Cuando Andrei se disponía a irse, Iván lo tomó del brazo y apretándolo con fuerza le dijo:
     —Te contaré una historia antes de que te vayas. En la cárcel un prisionero, robó el arma del guardia y colocando su cabeza junto a la de su carcelario, se disparó un tiro que entró por su sien y salió por la sien del guardia. Fue escalofriante.
     Andrei sintió que se desmayaba, sabía lo que su amigo estaba por hacer.
     —“Mi hora ha llegado, al final el viejo Jacob no es tan mentiroso, no veré otra nevada”, pensó  mientras sus piernas se aflojaban
     Bruscamente Iván apoyó su cabeza junto a la de Andrei y disparó. El sonido del tiró repercutió en el silencio de la noche, haciendo eco entre las derruídas paredes de la vieja estación.
     Ambos cayeron al suelo y una mancha oscura comenzó a teñir la nieve que se había filtrado por las hendiduras del techo, como si una mano invisible pintara sobre un
 lienzo. Al cabo de unos minutos, el cuerpo aterido de miedo de Andrei comenzó a moverse y a desprenderse de ese cuerpo inerte que olía a vodka y que humedecía con su sangre sus manos y su rostro.
     El tiro entró pero se alojó en el maxilar de Iván. Andrei, presa del pánico, no daba crédito a lo que veía. Se puso de pie y tocándose de la cabeza a los pies comenzó a reír con fuertes carcajadas que sonaban a miedo, a histeria, a desesperación.
     —¡Estoy vivo, estoy vivo estúpido Jacob! ¡La vida me sonríe, la muerte ha quedado lejos! ¡Siempre pensé que eras un mentiroso pero reconozco que me hiciste pasar días de angustia! Iré a verte, pensarás que soy un fantasma, jaja.
     Con una gran sonrisa, caminó tambaleante hacia el herrumbroso portón. Una luna brillante lo encegueció y la nieve escarchada crujió bajo sus pies. La tormenta había pasado. La primera nevada ya era historia y él vería muchas más.
     Pensó en su dulce esposa Natasha que pronto se levantaría a hornear la comida de Navidad, en su pequeña hijita y en ese luminoso árbol que armarían juntos y que en unas horas brillaría a la luz de los leños encendidos junto a una mesa rodeada de alegría y felicidad. Encendió el auto, prendió la radio y la calefacción y se encaminó hacia la calidez de su hogar.
     A esa hora la autopista estaba cerrada, las máquinas barredoras limpiaban la nieve acumulada para evitar accidentes. Andrei tomó la vieja ruta, mejor—pensó—, a esta hora ni un alma la transita.

     Amanece, una niebla espesa restringe casi a cero la visibilidad.
     El auto en la banquina aún tiene las luces encendidas, el toc toc del limpiaparabrisas es más suave y lento, la radio encendida transmite las últimas noticias:
     “La primera nevada se ha cobrado su primera víctima. Un camión perdió el control sobre el pavimento helado y chocó contra un automovilista que circulaba en sentido contrario, el cual murió en el acto”
     En el bolsillo del conductor fallecido comienza a sonar un celular con el sonido del llanto de Ludmila.
     A cientos de kilómetros de distancia, un anciano sale de su carromato a la fría mañana. Un travieso copo de nieve se adhiere a su mejilla, se funde y se transforma en lágrima.







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